Fortalezas y debilidades del sistema vial dominicano
Es muy reciente la historia de nuestras vías terrestres. Entre 1909
y 1910, durante el gobierno de Ramón Cáceres, se construyó la primera
obra basada en nociones de ingeniería: una ruta de algo menos de 18
kilómetros que unía el centro de Santo Domingo con Los Alcarrizos.
La carretera Duarte, eje primario del sistema nacional de vialidad,
fue ejecutada entre 1917 y 1922, en los años de la intervención
norteamericana (1916-1924). Con esta obra, el trayecto a la capital
desde las poblaciones del centro del Cibao se redujo, de dos o tres días
a lomo de caballo, a tan sólo cuatro horas en los rudimentarios
automóviles de la época.
La nueva ruta fue inaugurada el 6 de mayo de 1922 en La Cumbre, “en
medio de una selva virgen y lluviosa, llena de helechos, yagrumos y
sablitos”. En un día declarado de Fiesta Nacional por el gobierno
militar de ocupación, el gobernador civil de la provincia de La Vega,
Teófilo Cordero y Bidó, pronunció estas palabras: “Señor almirante
Robinson; señoras y señores: Había estimado siempre como factor
deprimente del progreso de la República la falta de contacto directo y
personal entre el centro director, que es la capital, y las regiones del
trabajo nacional mejor pobladas: la comarca cibaeña. Si el país
considera serenamente lo que esta obra significa para su prosperidad,
podríale ser permitido, solamente, sentir el pensar de que hubiera sido
ejecutada durante este período doloroso”.
Al salir las tropas extranjeras en 1924, nuestra dotación de caminos
no alcanzaba los 400 kilómetros. El impacto económico y social originado
por la apertura de la carretera Duarte, empero, constituyó el inicio de
un gradual e indetenible programa de construcciones viales al que todas
las administraciones, desde 1924 hasta hoy, de un modo u otro han
contribuido.
Valorados el ordenamiento y la extensión, el país dispone de
instalaciones para movilidad terrestre razonablemente proporcionadas. En
efecto, todas las ciudades, municipios y centros de población están
conectados a un plexo integrado por 5,400 kilómetros de carreteras y
12,700 kilómetros de caminos rurales y veredas.
El valor de reemplazo de este patrimonio asciende a unos 14,000
millones de dólares, equivalentes a 25% del Producto Interno Bruto
nacional en el 2011.
especto a los 48 mil kilómetros cuadrados de territorio, a los 9.5
millones de habitantes y a los 56,000 millones de dólares del PIB, es
obvio que la dimensión de dicha infraestructura resulta de dimensiones
convenientes.
oseemos 37.7 kilómetros de vías por cada 100 kilómetros cuadrados de
territorio y poco menos de 2.0 kilómetros de rutas por cada mil
individuos; en tanto esa carga representa apenas 0.10 kilómetros de
carreteras y 0.23 kilómetros de vías rurales por cada millón de dólares
del PIB.
De manera global, estas podrían considerarse las fortalezas del
sistema dominicano de carreteras: su extensión, la adecuada distribución
espacial y, algo no menos esencial, la moderada carga que significa su
existencia respecto a la dimensión de la economía nacional de la
actualidad.
De otro lado, las debilidades están asociadas principalmente a
nuestra incapacidad para conservar de forma sistemática tan valioso
patrimonio. Acaso por deficiencias explicables sólo a través de la
antropología social del universo iberoamericano, desde el decenio de los
80 del pasado siglo se comprobó que las administraciones públicas de
nuestros países carecían del nervio institucional requerido para
acometer las prolijas tareas vinculadas a la gerencia de sus redes
viales. Años más tarde y luego de fracasos tan rotundos como numerosos, a
la vista del convincente ejemplo de países como Chile, Colombia, Perú y
Costa Rica, el traspaso de la conservación integral de las carreteras a
empresas privadas comenzó a ganar un espacio de credibilidad cada vez
más sólido y extendido.
En nuestro caso, valdría la pena entender que apenas 400 kilómetros
de las carreteras locales (aquellas con flujos superiores a 10 mil
vehículos diarios) generarían autosuficiencia financiera en un escenario
de concesiones bajo régimen de peaje. En otros 1,400 kilómetros (con
demanda de 3-10 mil vehículos diarios), no obstante, podrían aplicarse
tarifas reducidas para sufragar la conservación rutinaria, en tanto los
fondos públicos costearían aquellos trabajos mayores de preservación
proyectados cada 10 ó 12 años de funcionamiento de las vías. En
síntesis, pensaríamos que una tercera parte de la red de carreteras
(1,800 kilómetros) sería apta para su incorporación a estos programas.
Sin embargo, la percepción de que las carreteras son bienes
gratuitos, como el aire o la luz solar, parece arraigada en las entrañas
de nuestra conciencia colectiva. Se trata, pues, de entender que la
vialidad constituye una prestación colectiva de muy elevada cuantía,
comparable al suministro de energía eléctrica y de agua potable, y muy
por encima del servicio telefónico y el telecable, por cuyo usufructo
hemos de abonar inflexiblemente crecidas tarifas.
Un viejo axioma de la economía del transporte señala que cada peso
oportunamente invertido en la conservación vial reditúa entre dos y tres
pesos de beneficio inmediato y tangible a los usuarios de las
carreteras. Claro que sí: ahorro en combustible, en lubricantes, en
neumáticos, en reparaciones mayores y, por supuesto, en una ventajosa
reducción de los tiempos de viaje con mejoría notable en la comodidad de
los recorridos.
Dos principios generales de equidad han de prevalecer en el ámbito de
la política tributaria y de recaudo por los servicios públicos: equidad
horizontal, o igual trato a los iguales; y equidad vertical, o trato
más favorecido a los grupos de menores recursos. El principio de equidad
horizontal justifica el cobro directo para financiar la red de caminos.
Esto así, dado que el pago de un canon es sobradamente devuelto por los
beneficios que se derivan del uso de estas instalaciones. En el otro
extremo, el criterio de equidad vertical justifica prácticas continuas
de subvención y de exención impositiva a los sectores más necesitados;
básicamente en servicios de salud, seguridad social, educación y
vivienda.
Pero los ingresos fiscales resultan escasos inclusive para abordar
esas asignaciones impostergables. Por ello, la red de caminos puede y
debe forzosamente financiarse mediante tasas a cargo de los usuarios de
vehículos; grupo que claramente no requiere de subsidios, esto es, de la
transferencia de recursos generados por otros sectores de la economía.
La tarea del pasado fue “construir” un sistema vial extenso y bien
distribuido.
Ahora se trata de “conservar” ese capital y de adecuarlo a nuestras
necesidades, presentes y futuras. Con una brecha cada vez más creciente
entre las demandas y los recursos disponibles, estamos obligados a
proceder con cautelosa inteligencia. Tal vez logremos encontrar, de esta
suerte, una fórmula que torne en virtud nuestra debilidad más remota y
perniciosa.
Fuentes: http://www.elcaribe.com.do
Ingeniero Estructuralista
pedrodelgado8@gmail.com
Ingeniero Estructuralista
pedrodelgado8@gmail.com